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viernes, 21 de agosto de 2015

Amor y Poder (Suzuki Zen) - 2da Parte


Siendo una urdimbre infinitamente complicada de interrelación, la vida no puede existir sin el sostén del amor. 

Deseando dar vida a las formas, el amor se expresa en todos los modos de ser. 

Pero la forma es necesariamente individual y el intelecto discriminador es propenso a tomarla por la realidad última; de ahí nace el concepto de poder. 

Cuando el intelecto se desarrolla siguiendo su propio curso, embriagado por el éxito conseguido en el campo utilitario de la actividad humana, el poder ataca ciegamente y hace estragos a su alrededor.

El amor es afirmación, una afirmación creativa; nunca es destructivo ni aniquilador, pues, a diferencia del poder, todo lo abraza y todo lo perdona. el amor penetra su objeto y se hace uno con él, mientras que el poder, siendo característicamente dualista y discriminador, aplasta cualquier objeto que se alce contra él o bien lo conquista y lo esclaviza bajo su yugo.

El poder hace uso de la ciencia y de todo lo que pertenece a su ámbito. En la medida en que la ciencia se limita al campo de lo analítico y es incapaz de ir más allá del estudio de las infinitamente diversificadas formas de diferenciación y sus dimensiones cuantitativas, no es en absoluto creativa. Lo que en ella hay de creador es su espíritu de indagación, que está inspirado por el amor y no por el poder. Donde hay cooperación entre poder y ciencia, tal colaboración evoca siempre en la invención de variados métodos de barbarie destrucción.


Amor y creatividad 
son dos aspectos de una misma realidad, 
pero, frecuentemente, 
la creatividad está separada del amor. 

Cuando se lleva a cabo esta ilegítima separación, la creatividad viene a asociarse con el poder. El poder pertenece realmente a un orden inferior al amor y la creatividad, pero cuando se adueña de ésta última, se convierte en agente extremadamente peligroso de toda clase de males.

Esta noción de poder nace inevitablemente de una interpretación dualista de la realidad. 

Cuando el dualismo se niega a reconocer la presencia de un principio integrador subyacente, su inmediata tendencia a la destrucción se manifiesta de forma brutal y arbitraria.
Uno de los más conspicuos ejemplos de este despliegue de poder se observa en la actitud occidental hacia la Naturaleza. 

Los occidentales hablan siempre de conquistar la Naturaleza, pero nunca de armonizarse con ella. 

Ascienden a una elevada montaña y afirman que la han conquistado. Consiguen enviar un determinado tipo de proyectil hacia el cielo y proclaman que el espacio ha sido conquistado. ¿Por qué no dicen que conocen ahora la Naturaleza mejor que antes?
Desgraciadamente, el concepto de hostilidad está penetrando cada rincón del mundo, y palabras como «control», «conquista», «condicionamiento» y otras similares están a la orden del día.
La noción de poder excluye los sentimientos de personalidad, reciprocidad, gratitud y relación en cualquiera de sus formas. Sean cuales fueren los beneficios que puedan derivarse del avance de las ciencias, de la siempre renovada tecnología y de la industrialización en general, no se nos permite una universal participación en ellos, pues el poder tiende a monopolizarlos en lugar de distribuirlos equitativamente entre toda la familia humana.

El poder es siempre arrogante, dogmático y exclusivista, mientras que el amor es humilde y omnicomprensivo.

El poder representa la destrucción, incluso la autodestrucción, del todo contraria a la creatividad del amor.

El amor muere y vive de nuevo, mientras que el poder mata y es matado.

Tengo entendido que fue Simone Weil quien definió 
el poder como la fuerza que transforma 
las personas en cosas. 

Paralelamente, podríamos definir 
el amor como la fuerza que 
transforma las cosas en personas. 



El amor aparece así como algo radicalmente opuesto al poder, y amor y poder deberían ser considerados como mutuamente excluyentes, de forma que donde hay poder no puede haber ni sombra de amor y donde hay amor el poder no logra imponer su presencia.

Esto es correcto en una cierta medida, pero la realidad es el que el amor no está opuesto al poder y es sólo éste el que imagina estar opuesto a aquél. 

En realidad, el amor todo lo abarca y todo lo perdona; es un disolvente universal, un agente vivaz e infinitamente creador. 

Como el poder es siempre dualista y, por consiguiente, rígido, dogmático, destructivo y aniquilador, se vuelve contra sí mismo, autodestruyéndose cuando no tiene nada que conquistar. Esta es la naturaleza del poder ¿no es esto lo que podemos comprobar hoy en día, particularmente en las cuestiones de política internacional?

Lo que es ciego no es el amor, sino el poder, pues éste se revela absolutamente incapaz a la hora de comprender que su existencia depende de algo distinto a sí mismo. 

Se niega a entender que sólo podrá ser él mismo a condición de aliarse con algo que le supera infinitamente, y el desconocimiento de esta realidad le hace precipitarse directamente hacia el abismo de la autodestrucción. 

La catarata que ciega su vista debe ser extirpada para que pueda experimentar la luminosidad. Sin esta experiencia, todo se hace irreal para el ojo miope y nublado del poder.

Cuando el ojo no consigue ver la realidad tal cual es, es decir, en su talidad, una nube de miedo y de recelo se extiende sobre todas las cosas que surgen ante él. 

No siendo capaz de ver la realidad en su talidad, el ojo se engaña a sí mismo y desconfiando de cualquier cosa que confronta pretende destruirla. Una mutua sospecha se desencadena, y cuando esto ocurre ningún cúmulo de explicaciones podrá reducir la tensión. Cada lado recurre a toda clase de argumentos retóricos y subterfugios, lo que, a nivel de política internacional, recibe el nombre de diplomacia. Pero en tanto no haya una mutua confianza y amor y un espíritu de reconciliación por ambas partes, ninguna diplomacia aliviará la intensidad de la situación generada por su propia dinámica interna.
Quienes están embriagados de poder son ineptos para percibir que el poder es enceguecedor y que su horizonte interior es cada vez más estrecho. El poder está así asociado con el intelecto y hace uso de él en cualquier circunstancia. 

El amor, sin embargo, trasciende el poder, porque en su penetración en la esencia de la realidad, lejos, más allá de la finitud del intelecto, es en sí mismo infinito. 

Sin amor no se puede percibir la red de relaciones infinitamente expansiva que configura la realidad. 

O, a la inversa, también podríamos decir que si no se ve la infinita urdimbre de la realidad no se puede nunca experimentar el amor en su verdadera luz. 

El amor confía, es siempre afirmativo y omniabarcante. 
el amor es vida y, por tanto, creación. 

Todo lo que toca es vivificado y potenciado 
por un nuevo impulso de crecimiento. 

Cuando se ama a un animal, 
éste crece más inteligente; 
cuando se ama a una planta se conocen 
todas sus necesidades. 

El amor nunca es ciego; es una reserva de luz infinita.



Pero el poder, al ser ciego y autolimitador, no puede contemplar la realidad en su talidad; por consiguiente, lo que ve es irreal. El poder es en sí mismo irreal y todo lo que con él entra en contacto participa de la misma irrealidad. El poder medra sólo en un mundo de irrealidades y, de esta forma, se convierte en símbolo de la hipocresía y la falsedad.

Para concluir: Comprendamos primero el hecho de que sólo progresamos cuando cooperamos con los demás, siendo sensibles a la verdad de la interrelación de todo lo que existe. 

Dejemos morir entonces las ideas de poder y conquista 
y resucitemos a la eterna creatividad del amor 
que todo lo abraza y todo lo perdona. 

El amor fluye de la certera visión de la realidad tal cual es, y es también el amor lo que nos hace sentirnos responsables -individual y colectivamente- de todas las cosas, buenas o malas, que ocurren en nuestra comunidad humana; en consecuencia, debemos luchar por mejorar o transformar cuantas condiciones adversas se opongan al universal avance del bienestar y la sabiduría de la humanidad.


Daisetz T. Suzuki
"Amor y Poder", del libro Budismo Zen

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