El místico conoce la suprema realidad por experiencia.
El amor es para ellos más grande que cualquier límite establecido por el hombre y que cualquiera mundana apariencia de dualidad.
Es por ello que entienden al Dios a que se hallan amorosamente encadenados por encima de tales relatividades, desprovistas para ellos de mayor sentido.
Su Dios no es, por lo tanto, uno que haya sido ideado, definido y limitado por el dogma.
Su Dios no es, por lo tanto, uno que haya sido ideado, definido y limitado por el dogma.
Es más bien un Dios del que hay que callar.
Callar de él con la lengua, si ésta se empeña en querer dibujarlo.
Callarlo con el apetito, si se pretende alcanzarlo no más que a costa de ganas o de livianos ejercicios, y no con una vida entera dedicada a su atención.
El hablar acerca de Dios surge del deseo de entenderlo...
El hablar acerca de Dios surge del deseo de entenderlo...
Pero suele devenir en impulso a describir sus rasgos y mostrar sus contornos; decir de sus cualidades, de sus potencias, de sus virtudes, de su forma de influir en la vida de los hombres.
Es lo que hacen los dogmas, a veces con inconcebible minuciosidad.
Por ese camino, no sólo limitan a Dios en su extensión tan inmensamente superior a todo concepto humano, también dividen a los hombres en grupos que se institucionalizan en torno a dogmas distintos.
Y que hasta se asesinan entre sí con el pretexto de hacer prevalecer su concepto de Dios.
El místico prefiere callar.
El místico prefiere callar.
Sólo conoce la ley del amor, que lo lleva a entregarse, con entera confianza, a la divinidad que intuye en la naturaleza y en sí mismo.
Que lo lleva a dejarse penetrar por el influjo misterioso de lo sublime.
Por lo demás, él se reconoce un ignorante.
En su amor y en su ignorancia se anonada... Pero en su anonadamiento supera todo condicionamiento, todo convencionalismo humano, toda contradicción.
Se vuelve el ser humano por excelencia, que a todos los hombres abraza, que en todos se reconoce, pues en todos adivina la misma chispa que se esconde.
La esencia que a todos los hombres vincula íntimamente con lo mismo, con el Uno.
Con el Uno. Con el Todo. Con la Nada... Con lo inconcebible.
Con el Uno. Con el Todo. Con la Nada... Con lo inconcebible.
En palabras de Rumi:
El hombre de Dios está borracho sin vino,
el hombre de Dios está saciado sin carne.
El hombre de Dios está aturdido y perplejo,
el hombre de Dios no tiene comida ni sueño.
El hombre de Dios es un rey bajo un manto de derviche,
el hombre de Dios es un tesoro en una ruina.
El hombre de Dios no es del aire ni de la tierra,
el hombre de Dios no es del fuego ni del agua.
El hombre de Dios es un mar ilimitado,
el hombre de Dios llueve perlas sin una nube.
El hombre de Dios tiene cien lunas y cielos,
el hombre de Dios tiene cien soles.
El hombre de Dios es sabio a través de la Verdad,
el hombre de Dios no aprende con libros.
El hombre de Dios cabalgó lejos del No-ser;
el hombre de Dios está gloriosamente atendido.
El hombre de Dios está oculto, Shamsi Din;
¡busca y encuentra al hombre de Dios!
Lino Althaner
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